martes, 21 de junio de 2011

Las arrugas son la muestra de haber vivido, no debemos taparlas...


 Roxana Kreimer:
Un estudio muestra que inyectarse botox disminuye la habilidad para empatizar con los demás. 
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Las mujeres ya no tratamos de parecer buenas o inteligentes para despertar el interés masculino. Ahora lo único que nos interesa es que nos vean eternamente jóvenes, y al perseguir este objetivo con suerte lograremos ser (y no sólo parecer) más estúpidas. ¿Qué me lleva a tan drástica conclusión? 
Un estudio encontró que quienes se aplican inyecciones de botox disminuyen su capacidad para empatizar con los demás. Cuando interactuamos con otros, sin darnos cuenta imitamos los movimientos de su cara. De este modo enviamos al cerebro una señal que permite identificar y predecir emociones. Esta es una habilidad inherente a nuestra capacidad de pensar, ya que para desenvolverse en sociedad es necesario saber qué sienten los demás y qué efecto les generan nuestras palabras y nuestras acciones. 
Ya sabíamos que el botox suele disminuir la expresividad del rostro. Por eso la frase que más pronuncian las mujeres en las consultas de cirugía plástica es: "¡¡¡Que sea natural!!!". Pero cuando reciben el tratamiento alcanzan el equilibrio de un monje zen: tienen la misma cara si ríen, lloran, sienten miedo, asco o compasión. Por eso Nicole Kidman confesó que estaba arrepentida de haberse planchado la cara con botox, y Martin Scorsese declaró que cada vez le cuesta más encontrar actrices que transmitan emociones en los planos cortos. 
La investigación fue realizada por David Neal y Tanya Chartrand y publicada en “Social Psychological and Personality Science.” En el experimento, las mujeres que habían sido inyectadas con Botox recibieron 200 dólares para mirar una serie de fotografías de ojos humanos e identificar la emoción correspondiente a cada una de ellas. En relación al grupo que no había recibido las inyecciones, su habilidad para identificar tanto emociones positivas como negativas fue considerablemente menor. 
La idea de realizar estas investigaciones fue disparada por un estudio que se hizo en los años ochenta. En él se observó que los rostros de los integrantes de las parejas que están felizmente juntas hace muchos años empiezan a parecerse. Así que se preguntaron “¿Qué pasará ahora con el botox?”. 
De la investigación se deduce que las mujeres se verán más jóvenes pero padecerán la disminución de una de sus habilidades cognitivas fundamentales. Por ejemplo, tendrán más dificultad para saber si le gustan al otro y si lo que dicen y hacen les cae bien o mal. Dejarán atrás el estereotipo que las caracteriza como emocionalmente inestables. Si les dicen que las aman se conmoverán con la elocuencia de un muñeco de cera, y si les dicen que las odian, también. Poco les importará que su marido no las quiera porque tal vez ni se den por enteradas y su cara quizá deje de reflejar ese rictus de insatisfacción permanente. 
Otro problema es que las arrugas que se sacan algunas mujeres van a parar a la cara de todas las demás. ¿Creen que exagero? En un estudio se le pidió a un grupo de hombres que observaran algunas fotos de modelos muy jóvenes. Luego se les pidió que evaluaran con un número del uno al diez la satisfacción que sentían con sus parejas. Los que no habían visto las fotos reportaron una conformidad mayor que los que las habían contemplado. De modo que un hombre que observe todos los días a mujeres jóvenes en los medios de difusión estaría -en promedio- menos satisfecho con las arrugas de su propia pareja. 
¿Qué podemos hacer frente al juvenilismo contemporáneo? La expectativa de vida parece aumentar de manera inversamente proporcional a nuestra sabiduría. Los avances científicos nos permiten vivir cada vez más años, pero en lugar de enorgullecernos por eso, queremos disimularlo pareciendo jóvenes. 
Propongo, por un lado, una solución filosófica y, por el otro, una regulación social. La solución filosófica pasa por rendirse frente a la batalla perdida contra las arrugas y dedicarse a envejecer en plenitud. La vida no sólo transcurre en el tiempo sino también en el argumento. Si tenemos personas a quienes amar y tareas que nos gratifiquen, podemos prescindir del mandato social de preocuparnos por la vejez.
La regulación social que propongo es la de considerar discriminatorio todo mensaje público juvenilista, desde la ausencia de mujeres maduras en los noticieros y en la conducción de programas, hasta el mantra publicitario que de la mañana a la noche conmina a la mujer a borrar sus arrugas de la cara.
Tal vez algún día aprendamos a encontrar belleza en las arrugas y a entender que la vejez no es peor que la juventud. Sólo resulta inferior cuando quiere jugar a ser joven.

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